A veces el día empieza con un inventario de objetos por extrañar, gente, gestos, caminos y situaciones, sabores de comida casera y voces lejanas; otras veces el día termina con las promesas incumplidas de no desperdiciar la semana y lanzarse sin miedos sobre en futuro escurridizo, de cualquier modo, me asomo por la ventana frente a la avenida a ver personas cruzar por el Obelisco y cavilar con las luces de la ciudad.
A las 6:30 a.m. despierto y abro solo un ojo dirigido al tramo de la ventana donde la cortina siempre queda abierta, trato de cerciorarme de que esas luces azules son las pantallas de la 9 de Julio y que no amanece todavía, quedarme con los pocos minutos que aun me pertenecen. Estaba soñando que paseábamos por la feria de la Chinita, tu comprabas cotufas para Gaby y para mi, Patty siempre prefería una frondosa nube rosa de algodón de azúcar. Acá le llaman pochoclo, lo sabías? No creí que hubiera nombre mas gracioso que gallitos para el popcorn.
Por las mañanas tomo el subte rojo, esa gran B que pasa por debajo del Obelisco como un gusano en una manzana agujereada por dentro. La justa mitad de mi trayecto tiene un detestable olor a pollo frito entre sus trazos de colores, asi la estación Pueyrredon me recuerda vagamente a Maracaibo. Transpolar un viaje tan corto entre ocho estaciones subterraneas a una ciudad del Caribe es casi cotidiano.
Es como si al cruzarse dos trenes, uno vía Juan Manuel de Rosas y otro con destino a Allem, se habría alterado la continuidad del tiempo y el espacio y una dimensión extra viniera a sentarse en el mismo vagón que yo. Abrir un libro con la intención de buscar esa cita que hace días hubiera leído y no poder encontrarla, ojear rápidamente el capítulo 28 y volver a la realidad donde ya he pasado mi estación y tener que volver a Malabia a toda costa antes de las 9 en punto.